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domingo, 11 de octubre de 2009

EL PECADO DE SER IDEALISTA


Gonzalo Himiob Santomé
La Voz/

El pecado de ser idealista
Octubre 11, 2009Varios eventos se han concatenado en las últimas semanas que me llevan a plantear el tema de las ideas y del idealismo como -a los ojos de muchos, y lamentablemente- un obstáculo para el logro de la paz y de las mejores condiciones posibles de coexistencia en nuestro limitado tránsito vital. Muchos, especialmente en los terrenos de la “diplomacia” se proponen a favor de un falso “pragmatismo” carente de contenido que sólo sirve, las más de las veces, como un mal pretexto para justificar la falta de sustento ideológico de los planteamientos cuya defensa se pretende.
O peor, como un argumento de artificio que privilegia lo inhumano, la “conveniencia institucional” y las “meras formas internacionales” por encima de la necesaria -pero muchas veces incómoda para el poder- consistencia filosófica e ideológica de cualquier postura que se quiera hacer valer. Ya he comentado en una entrega anterior lo ocurrido a una delegación de venezolanos que había sido invitada al Parlasur a mostrar algunas de las realidades de nuestra nación en materia de DDHH. También he escrito ya algunas críticas sobre las maneras en las que muchos -de bando y bando- asumieron el tema de la huelga de hambre estudiantil de las pasadas semanas en Caracas.
No ahondaré sobre estos temas, pero esta semana me topé una vez más con esa tan nociva forma de “ceguera selectiva” que acusan muchos de los que representan a los que tienen el poder, o a los que aspiran tenerlo, que explica muchos de los males nacionales y mundiales.
Tres estudiantes de Carabobo -Luis Magallanes, Benicio Tosar y Thomas Dangel- decidieron, sin consultarlo más que con sus conciencias, encadenarse en la sede de la Embajada de Brasil en Caracas. ¿Sus intenciones? Pedirle a ese gobierno -que con respecto a Honduras alardea de ser un adalid de los DDHH- que interceda ante el nuestro para que se permita, por primera vez en más de seis años que una delegación de la Comisión Interamericana de DDHH visite Venezuela y constate la realidad de la persecución y de la prisión por motivos políticos en nuestro país. No llevaron documentos preparados ni más armas que las de su valentía, las del conocimiento del alcance de sus derechos y las de la firmeza de sus convicciones.
Pero “otras armas” -esas que son tan infinitamente inferiores a las de las ideas y a las de la tolerancia a los reclamos e ideas ajenas- no tardaron en aparecer. Un camión lleno de Guardias Nacionales, al menos diez funcionarios PM y varios muy mal disimulados efectivos de la DISIP llegaron, armados con su propio miedo hasta los dientes, para confrontar esa “temible fuerza de choque” que se representaba, a los ojos de la cobardía, en esos tres jóvenes inermes que no promediaban en conjunto más de 23 años.
Y es que eran, y son, idealistas. Y verdaderamente demócratas. Y según en el diccionario del poder autoritario, el idealista demócrata es la clase más poderosa de subversivo que existe: Son ellos los que mueven las emociones de los pueblos desde la convicción, desde el diálogo, desde la tolerancia y desde el desconocimiento de la violencia como medio o herramienta de reivindicación.
También otras “armas” mucho menos evidentes que los fusiles y las pistolas se levantaron de inmediato contra ellos. Fueron éstas las de la mal entendida, y absolutamente carente de sentido humanista, “diplomacia” internacional. El Embajador del Brasil en Caracas desplegó desde el inicio toda su artificiosa logomaquia y movía tras bastidores sus relaciones con el poder en Venezuela para convencerlos de levantar su protesta, o para simplemente intimidarles, sin siquiera considerar con seriedad el fondo de la misma.
Impedía con ahínco la acción de quienes -tan sorprendidos como él y todo el mundo- habíamos sido convocados por los estudiantes para mediar en el conflicto y ni siquiera permitió, dando cuenta de hasta dónde se puede llegar cuando de denigrar a unos manifestantes se trata, que durante el lance -que duró cerca de ocho horas- los jóvenes utilizaran, al menos, el baño. Pero ni así los jóvenes se amilanaron. Si se mojaron las ropas con sus orines ello no les restó ni un ápice de dignidad. No se irían de allí sin sus respuestas.
Estaban mucho más claros, y eran infinitamente más honestos en sus planteamientos, que el azorado Embajador. Al final, luego de sortear maniobras propias de quienes creen que nuestra realidad es como una mala novela de espías, y después de superar otros actos de franca intimidación “velada” por el trato “diplomático” dispensado, se logró un compromiso mutuo: Se ordenaría, en primer término, el retiro inmediato de los amenazantes gorilas y, en segundo lugar, se les recibiría formalmente a los jóvenes un documento con sus solicitudes puntuales. El escrito sería, además, objeto de remisión inmediata a la Cancillería Brasilera a los efectos de que el Gobierno de esa nación diera, a la brevedad, respuesta a las peticiones formuladas.
Pero al día siguiente, desde la Cancillería de Brasil, llegó la réplica típica de quienes no entienden que al final no están en sus cargos sino para servir a las personas, que no al poder: La protesta no existió, no hubo compromisos concretos “de nadie” con los estudiantes ni existió el documento consignado. Pese a que la verdad afloró y se defendió como siempre sola, y aunque quien quedó como mentiroso e incumplido fue el propio Gobierno de Brasil -el documento presentado, debidamente recibido por la Embajada de Brasil, obraba en poder de los estudiantes- lo cierto es que también, como en los demás episodios que narré inicialmente, otra verdad -la más triste- también se hizo presente: Muchos gobernantes, sus representantes, y muchos dignatarios internacionales no entienden que el respeto la Dignidad Humana y a los DDHH está por encima de cualquier otra consideración, sobre todo por encima de los intereses económicos o políticos de los gobiernos.
Si la OEA, el Parlasur o la CIDH por ejemplo, se precian de ser instituciones tutelares de la democracia y de los derechos civiles; o si gobiernos como el de Brasil o el de Venezuela enarbolan continuamente las banderas de la “solidaridad socialista” y del “respeto a la libertad, a la disidencia y al Estado de Derecho” -pero en serio, o lo que es lo mismo, sin valerse de tales discursos como arma retórica propia del populismo más barato- no pueden ni deben desconocer tales entidades, como groseramente lo hizo en este caso la Cancillería de Brasil, que a la hora de las chiquitas y más allá de las componendas, todas han sido creadas con el único objeto de garantizar la democracia, la paz y el mejor desarrollo de las personas -de los seres humanos- en sana convivencia; que no para defender a los abusadores de las consecuencias de sus abusos.
Y deben aceptar, sobretodo quienes las dirigen que su sueldo se les paga en última instancia para proteger en diferentes niveles a los ciudadanos de los excesos del poder y les corresponde como imperativo de simple humanidad defender y hacer valer, incluso contra las “conveniencias” económicas, políticas o diplomáticas de las naciones, los derechos de los primeros -por no decir de “los únicos”- y legítimos destinatarios de todos sus desempeños: Los seres humanos.
Así que lean esto y llámenme idealista también. Llámenme “subversivo” o lo que quieran, pero me sentiré honrado al encadenarme, codo a codo con los estudiantes de Carabobo y con cualquiera -oficialistas incluidos, siempre que sean verdaderamente humanistas- a las puertas de cuánta institución nacional o internacional exista que se preste a desconocer la palabra y la tolerancia al opuesto como herramientas para el logro de la paz verdadera. Ello es un deber de conciencia ineludible en todo ciudadano que aspire a que se coloque a la humanidad, y a los derechos de quienes somos parte de ella, en el sitial que merecen: Por encima de las falsedades de quienes subordinan el respeto irrestricto a nuestra esencial dignidad a los intereses políticos, y económicos, de los poderosos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias, Gustavo.
En América Latina se está llevando a cabo una batalla contra el totalitarismo.